Imagino la escena como si la estuviese viviendo. Soy un hombre que había viajado a la Inglaterra del siglo XVIII, y que se la pasaba paseando en los días más frescos del otoño en aquel año de 1774. Mi afición a la lectura me había hecho salir a buscar algo en qué entretenerme… quizá una bebida en alguno de los pubs locales de Warrington u otra cosa.
Sentado en algún parque divisé a un hombre que me saludó y me pidió que me acercara a él. Intrigado, tomé asiento junto a él y se presentó conmigo como Joseph Priestley. Ya había escuchado el nombre de esta persona, y según lo que conocía, Priestley había sido educado en Daventry, un seminario de corte calvinista reconocido en todo el país.
Joseph lucía como un hombre letrado, y me preguntó si sabía algo acerca del oxígeno.
¿Oxígeno?, me pregunté. Me parecía que era una forma inusual de arrancar una conversación. Resulta que la relación de Priestley con dicho gas (comentaba él) era la de una persona que había hecho un hallazgo fascinante. Su rostro estaba iluminado: visiblemente emocionado de platicar con alguien que realmente se había tomado la molestia de escucharle, compartió que se cuestionó si podría extraer aire del mercurio calcinado.
¡Del mercurio, por amor de Dios! ¡De un metal! Vi que era mejor ser prudente y seguí escuchándolo. La cosa es que su experimento pasó por varias fases: expuso al sol y a un calor concentrado, vía lupa, el metal. Con ellos esperaba conseguir gas. Luego, le puso agua para ver si eso podía disolverse, lo cual no logró.
Pero eso no lo detendría en su búsqueda de algo nuevo. Pensó después en colocar una vela donde estaba el gas que, asombrosamente, sí logró sacar del mercurio y notó cómo la llama de la vela se ponía a quemar de manera increíble.
Era fascinante ver cómo hasta brincaba de la emoción de sólo contarme lo que había hecho. No podía dejar de sonreír: hacía tiempo no miraba a un hombre así. Caí en la cuenta de que este científico me caía muy bien, y obviamente, quería escuchar el final de su experimento.
Me dijo que el experimento aún no acababa, pues necesitaba ahora un ser vivo que pudiese ser su nuevo protagonista. Joseph Priestley estaba decidido a lograr algo que cambiara la historia y aunque no culminaba aún si investigación, le extendí la mano como amigo. Digo, ¡quien no quiere ser amigo de alguien como él! Le pedí que me mandara cartas y que me pusiera al tanto de sus hallazgos.

Imagen: https://ahombrosdegigantescienciaytecnologia.wordpress.com/
Así pues, Joseph Priestley y yo nos hicimos buenos amigos. Cuando regresé a Estados Unidos en el invierno, le conté a mi esposa cómo había conocido a un inglés tan interesante como lo era Joseph. Pasaron meses, y para el verano de 1775, recibí una carta suya, en la cual me contaba que había colocado a un ratón en la caja donde recopilaba el gas cada que repetía su experimento con el mercurio. Manifestó que no le daría ni 15 minutos para sobrevivir, pero cuando vio que el animalito seguía consciente pasado el tiempo, dedujo finalmente que ese aire era el que nosotros y todos los seres vivos, respirábamos de manera habitual.
Brinqué de gusto y le grité feliz a mi mujer que mi amigo Joseph había logrado lo que quería. Estaba muy orgulloso de él.
Transcurrió el tiempo sin tener noticias de Joseph después de que leyera sobre el éxito de su descubrimiento del oxígeno (mucho tiempo después de ello me enteraría que ese nombre que le dio al gas ya era un nombre oficial y no sólo una cosa que se sacó de la manga). Me enteré que fue perseguido por estar de acuerdo con lo que había pasado en Francia, donde el pueblo, harto, comenzó una lucha que culminó con la decapitación del rey de ese país. Además, conocidos de Joseph que, de alguna manera se comunicaron conmigo, comentaron que mi estimado amigo fue reconocido por la Sociedad Democrática de Nueva York.
Lamentablemente, la distancia y el no saber nada de Joseph resultaron en enterarme que en 1804 había fallecido, pues me llegó una carta de un hombre que externaba el que Joseph Priestley vivía en Estados Unidos, en una población llamada Northumberland, hacia donde viajamos mi familia y yo. Estaba emocionado de ver a Joseph, quien seguramente ya estaba muy viejo. A la mente, se me venía el encuentro que tuve con él en mi juventud y me moría de ganas de verle y de que me contara si había hecho otras cosas. Para cuando llegamos a su dirección, el ama de llaves de la casa donde vivía me dijo que ya había fallecido unos meses antes. Le visitamos en su tumba y le dejamos unas flores a manera de homenaje al hombre que me había enseñado tanto en tan sólo dos horas de plática en épocas más jóvenes.
Joseph comentaría sobre su descubrimiento del oxígeno lo siguiente:
«Sé que no esperaba lo que sucedería realmente. Por mi parte, reconoceré con franqueza que, al inicio de los experimentos me hallaba tan lejos de haber formulado ninguna hipótesis que condujera a los descubrimientos que hice al realizarlos, que me hubieran parecido muy improbables si me lo hubieran dicho; y cuando finalmente los hechos decisivos se me hicieron manifiestos, fue muy lentamente, y con gran vacilación, que me rendí ante la evidencia de mis sentidos».
Joseph Priestley, químico inglés (1733-1804)